El teléfono sonó:
-Perdón por la
molestia. ¿Puedes no venir a mi oficina un momento, por favor?
-Claro que sí. Me
abstendré de ir con mucho gusto. Incluso podría asegurar que será un instante
especial en mi vida.
-Gracias. La
verdad es que tengo un montón de pendientes por hacer y me gustaría que no me
ayudaras.
Y del ojo de
cristal de la bella joven cayó una lágrima de resina de cedro.
El caballero del
zodiaco azteca había sido un click de playmobil en su juventud. Desarrolló su
consciencia a base de tomar drogas benignas hasta llegar al mismo nivel de
inteligencia que los conquistadores benévolos japoneses. La princesa azteca ya
no le recordaba. Nadie sabe quien fue. No lo reconocen.
Ya pasó el tiempo
del diluvio, cuando un conquistador menos odioso se había instalado en su
páramos de plata. Descubriendo que sus vidas eran colillas, y que sus vidas de
playmobil en su galaxia de Tente eran fácilmente inflamables como aerosoles.
Fúmame, le había dicho una vez el Emperador menguante, en su extraña jerga
prediluviana.
Hasta que la ONU
bombardeó el poblado, dividiéndola en dos barrios: uno arameo, comandado por
Liza Minelli y el otro musulmán; las dos zonas unidas por un solo punto, el
llamado puente entre civilizaciones. Es entonces cuando decidió unirse al grupo
yihadista, pero sólo como miembro no contributivo, lo que le daba de facto
derecho a un asiento en el consejo de seguridad, así como un paquete de acciones
preferentes.
Pero no habiendo
agotado el periodo de relación especial consigo mismo, el Duque vio pasar por
delante de sí todas las existencias que se arremolinaban en su cerebro:
robadas, vulneradas, condenadas todas por su propia responsabilidad.
-¿No me amas,
Senador?
Y la preciosa
chiquilla se había convertido ya en un árbol. El árbol en madera. La madera en
fuego.